Me lo dijiste algún día (o eso creo), no siempre estarías por aquí, te cansarías de mi y de mi “no querer cambiar”, del mismo imbécil que por tenerte no hizo nada, el niño grande, el que no quería dejar de jugar, quien quería todo para si, hasta tu amor y resignación.

Tenias razón, no era yo quien a tu vida le daría sazón, necesitabas amar en la proporción exacta de un corazón capaz de corresponder, un corazón que no tuviera espacio para nadie más, alguien dispuesto a darte todo, al igual que tú, la vida y un sueño.

Debo reconocer no entendía lo que me decías, era difícil escuchar tu silencio, tu peculiar modo de reprochar sin siquiera mirar, me había acostumbrado a no creer podría perderte, y todo por pensarte mía, pues esa había sido tu promesa.

Mis excusas, siempre tan tontas, supongo te harté con mis cantaletas, el no querer hacerme responsable de mis acciones y por sobre todo de mis errores, esos que con tanto sacrificios solías tragar y así continuar (una vez pasaban los gritos y los reclamos, las lagrimas, los adioses inconclusos).

No quiero mentirte (no otra vez), aun hoy no comprendo lo que sentiste, cuando fue el momento en que te decidiste a ir, el porque no me atrevi a salir corriendo tras de ti. Tenía dudas, muchas en realidad, a perro viejo no se le enseñan nuevos trucos (mi pretexto favorito), desde que me conociste era el mismo, yo y mis mentiras, yo y mis miedos, el estupido concepto de libertad que profesaba.

Tarde como siempre, supe libertad no era hacer lo que quisiera, cuando quisiera, sino pudiendo hacerlo decidir hacerlo solo contigo, no por compromiso sino por conviccion, así como tú, cuando me regalabas tus días, y sobre todo tus noches, cuando eran mis brazos los que rodeaban tu cuerpo.

Seguramente no debiera ya escribir lo que escribo, de sobra conoces estas palabras, pero quizá esto no sea tanto para ti, sino para mi, para no olvidar, para no tener que vivir siempre la misma vida.

Roberto Arenas, ‘Paroxis’.